Miraba para
abajo, taciturna. Se acomodaba sus desbordantes senos dentro del vestido. El
escote dejaba ver sus pechos de embarazada. Creía dejar al resguardo sus
exuberantes carnes, pero sólo lograba llamar la atención de los hombres que
pasaban. Cada uno que pasaba por allí la miraban jadeante, exhaustos de deseo.
Su vientre,
esférico y en punta, vislumbraban una futura y enérgica vida. El vestido sí
cubría ese bulto. El vestido sí sentía vergüenza y pudor de esa montaña de vísceras.
Jugaba
tiernamente con su mano. Acariciaba una mano con la otra, tornándose cada vez
en un movimiento más nervioso – el cual era acompañado, también, por su pie.
Miró la
hora, y se dio cuenta que el neonatólogo estaba tardando demasiado. Se puso
nerviosa. De un momento a otro, su estómago comenzó a temblar. Su vista se nubló.
De repente el espacio se transformó en una sala de tonalidad rojiza. Colgaban
del techo tubos de un color aún más oscuro. Sentía una opresión húmeda y perturbadora
en el pecho. Ya no se sentía persona: no se sentía mujer, ni se sentía capaz de
hilvanar una sola idea. Sus entrañas estaban buscando la libertad hacia el
mundo exterior, mientras ella se encontraba alojada en su propio vientre.
Dolor,
angustia, sangre, muerte, vida, resurrección, pasajes, iluminación, oscuridad.
Un orificio de luz se abrió. Un orificio del cual provenían gritos, y llantos,
le dio paso a la esperanza. Se sentía atraída hacia él. Se generó presión en su
cabeza, mientras salía de aquél sitio. Aquella sensación pasó por todo su
cuerpo hasta que finalmente salió al exterior (al menos, ella lo interpretaba
como tal).
Se había
dado a luz. Dio a luz. Se dieron a luz.
Fue el
natalicio del natalicio, de las que se dieron natalicio.
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