Los
paisajes se ven por la ventana. Una premisa poderosa para pegar una
foto en ella. La foto de un recuerdo, de un paisaje, de una vista.
Una foto coloreada por los años – coloreada, de hecho, en sus años
– con una leve capa violacia, opaca, algo desteñida. No hay
registros de la palabra “kodak” por todos lados como en muchas de
las fotos que guardo en mi cajón. En el mar violacio de la foto se
distingue una gama de colores de una modesta selección. Lo mínimo e
indispensable para entender que era el estacionamiento de autos del
Barrio Piedrabuena que se veía por la ventana de mi hermana. En el
verde se ve el pasto que recubre la vereda, cercada por unos cuantos
palos rojos unidos por una endeble soga. Esto representa un octavo de
la parte inferior de la foto. Si se sigue subiendo la mirada se
pueden ver cinco autos antiguos, con mucho olor a noventismo y
menemismo. Dos personas caminan por entre medio de dos de los
primeros autos. Una mujer de blusa blanca y un jean de tiro alto, una
melena savage. La sigue detrás un hombre con una camisa bordo y un
vaquero. Pareciera como si corrieran huyendo de la foto o de la vista
de alguien desde la ventana de la habitación de mi casa. Vuela una
bolsa de plástico cerca de ellos. Si sigue subiendo, un hombre
camina con una camisa azul con una raya blanca abajo de las axilas y
un pantalón blanco. Si se sigue subiendo la mirada hay una mujer
haciendo sus compras con una bolsa de plástico blanca, un camisón
que de blanco pasó a violacio, con caderas anchas, la cabeza
pequeña, con un caminar de abuela. Y lo que ocupa la mitad de la
foto: edificios, edificios mal edificados, mal construidos, sin final
de obra, en peligro, con parches de cemento, con parches blancos como
de grietas, con escaleras al aire y otras con vergüenza ocultas, con
ventanas, con muchas ventanas que dan a mi ventana, que dan a mi
cámara, que dan a la misma abuela que camina con desdén y que ven
el verde que yo veo pero en la parte superior y no en la parte
inferior.
No
todas las fotos se pueden pegar en la ventana. Las paradojas
espacio-temporales tienen su límite. Los detalles guardan un gran
valor. No sucede lo mismo con los excesos – sobre todo los
noventistas y menemistas.
Busco
por el barrio otra fotografía. La busco en mi cajón. En las que hay
tiras enteras de la palabra “kodak” por doquier. Me encuentro a
mí. Rubio, delgado, con uniforme que va de mi cuello hasta mis pies
de color verde oscuro, el pelo cortado en forma de taza, una sonrisa
que abarca gran parte de mi rostro, las orejas grandes, los ojos
achinados, con sombras en cada concavidad, las manos abrazadas al
poste de la parada de colectivo, no se ve fuerza en el impulso de
agarrar al poste sino tan sólo un depósito de mi carne sobre el
metal, las piernas cruzadas como una señorita y el cuerpo ladeado
para el lado donde las manos agarran el poste. Arriba de mi cabeza un
cartel amarillo con letras gastadas y pintadas como si hubiera sido
con aerosol y radiografía: “G.C.B.A – Actividades industriales”.
Detrás de mí, todo el resto: arboles sin hojas por el otoño, una
plaza de poco juegos y mucho alambre, partes de la vereda con pasto y
otras partes con el pasto volado de un puñetazo sobre la tierra, el
colectivo línea 50 que eran de los pocos en entrar al barrio, un
supermercado que al año siguiente o el año anterior fue saqueado
por el hambre, y los edificios. Edificios sin edificar, sin terminar,
con grietas blancas a su alrededor.
No
sólo me subía a postes de paradas de colectivos – de los pocos
que paraban por el barrio, quiero insistir, porque quiero que quede
retratado mi problema de circulación – sino también a los brazos
de mi madre. Y no sólo en mi barrio. También en una Iglesia
Evangélica en medio de Palermo.
Al
borde de la foto, de otra foto de mi cajón en las que dice muchas
veces la palabra “kodak”, aparece un hombre cortado. Sólo un
tercio de él. Sólo un tercio le bastó para salir en la foto. Un
señor panzón. Con entradas, con ojos grandes, con una sonrisa
falsa, con bigotes que no paran de hablar del noventismo y el
menemismo, una corbata, un traje. Lo que se notaba que no era un
atuendo circunstancial, sino el conjunto de su ropero. Mi madre. Con
un saco beige, una polera beige, el pelo corto. Mucha papada y
rosasea. Y yo. Abrazado a ella. Sonriendo y mirando al angulo
superior izquierdo. No sabía sonreír.