El pecho se me cierra sobre el mantel a cuadros de la mesa. Miro para todos lados,
buscando un lugar seguro.
Todo me transmite la intranquiliad que mi cuerpo no busca.
Se encienden cigarros en mi cabeza, me como las uñas, aún mientras empiezo a
excarvar una herida de la pierna. Me lleno de sensaciones.
Mi madre me mira, ya cuando se siente impresionada por la
sangre en mi uña por la herida.
-¿Estás bien? – Me pregunta, por primera vez, tratando de no
querer saber expresamente que me sucede.
Le sonrío y me voy al cuarto.
Canto una canción que se me viene, catárticamente, a los
labios.
“Y el río suena debajo de aquella alfombra,
Porque los peregrinos acuáticos quieren el terciopelo,
El terciopelo de tu desencanto,
Esa textura odiosa y brillante”
Me tiro, cantando, a la cama. Me ladeo hacia al lado de la
pared, y recorro cada centímetro de ella con la mirada. Me veo, lentamente,
caminando por ahí… me veo a mi mismo. Soy un punto móvil. Me dirijo poco a poco
para donde me encuentro. Tengo miedo de que ese punto, tengo miedo de yo
volver a mí. A fusionarme con mis lágrimas. A transformarme en aquél río
debajo de la alfombra. Porque no debe llegar hasta mí. No debe. Yo era una
zona segura.
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