Hoy las cosas se han vuelto toscas, el viento es bruto
cuando golpea contra las paredes de los vagones, y solidario con lo que deja
entrar por mis fosas nasales. No es poco decir. Son fosas nasales gigantes. Un
onitorrinco, o un cerdo me acusarían de plagio; o se burlarían, en el peor de
los casos.
Voy leyendo, con varias interrupciones parar mirar por la
ventanilla, un libro de Sallinger que compré en una oferta, cerca de Primera
Junta. Las páginas amarillentas, los pensamientos desbordados que me sugieren
los vidrios sucios, y aquellos arboles pasar a altas velocidades; me llevan a
otro mundo, otro sentir, otro vehemente viaje por senderos que no llevan ni
andenes, ni furgones, ni el terrible olor de los mal cuidados transportes
públicos…
Me doy vuelta, y con mi cuello, giran mis realidades. Una
señora amamantando a su hijo, una persona con ropas precarias dándole un valor
desmesurado y pasional a su pedazo de pan que guarda con celos, un hombre con
traje esperando que se vea casual cuando se agache para tomar un poco de
cocaína. La señora del asiento de atrás, mientras desabrocha a su niño de su
seno, me pregunta cuánto falta para llegar a la última estación. No le supe
responder. Creo que se ofendió un poco, de hecho.
La última estación… depende la última de qué, para quién, de
qué momento hablemos. Mi última estación es siempre en la que el tren deja de
funcionar. Sólo esa me interesa. Porque termine donde termine, yo bajaré allí,
sin saber cuál sea. No es un pecado no tener un propósito, un fin, un objetivo,
un pensamiento acabado de qué mierda voy a hacer cuando me baje del tren. No la
culpo a la señora. Ya desde el momento de ver su cabello, supe que no podía
pretender de ella ninguna pregunta de buen gusto, ni una idea general de cómo
puede ser la vida del resto, del otro, la mía. Está bien, ella debió esperar
una respuesta como “Oh, sí, la última estación es…”. Hm. Está bien, ella
esperaba que yo me hubiera tomado ese tren, porque yo sabía el camino del
mismo. Qué fácil. Qué básico.
Volvió a preguntarme
si al menos sabía por dónde estábamos. ¿Y si la abrazo? ¿Y si le lloro? ¿Y si
le digo que solo quiero viajar, llorar, y leer? ¿Y si le digo que nada es tan
terrible? ¿Y si le digo que todo es un viaje? ¿Si le digo que girando el
cuello, giran las realidades, que mutan, que se transforman, que cambian, que
te sumergen? ¿Y si le pido, y si le pido que me gire el cuello? ¿Si le pido que
me gire el cuello abrazándome, abrazándome y diciéndome ella misma dónde estoy?
Que le pregunte a otro. Que lo haga, y que vuelva. Que vuelva y me abrace. Que
luego me gire el cuello…
El niño, su niño, se desprende de su seno una vez más. Se
acurruca en sus pechos. Ella lo abraza, y acuna. Sólo me devolvió una pequeña
sonrisa. Casi creo en su empatía, y todo. Pero volvió a su lugar, a mirar por
su ventanilla. Ella no puede ni girar su propio cuello.
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