jueves, 20 de marzo de 2014

Un pequeño giro

Hoy las cosas se han vuelto toscas, el viento es bruto cuando golpea contra las paredes de los vagones, y solidario con lo que deja entrar por mis fosas nasales. No es poco decir. Son fosas nasales gigantes. Un onitorrinco, o un cerdo me acusarían de plagio; o se burlarían, en el peor de los casos.

Voy leyendo, con varias interrupciones parar mirar por la ventanilla, un libro de Sallinger que compré en una oferta, cerca de Primera Junta. Las páginas amarillentas, los pensamientos desbordados que me sugieren los vidrios sucios, y aquellos arboles pasar a altas velocidades; me llevan a otro mundo, otro sentir, otro vehemente viaje por senderos que no llevan ni andenes, ni furgones, ni el terrible olor de los mal cuidados transportes públicos…

Me doy vuelta, y con mi cuello, giran mis realidades. Una señora amamantando a su hijo, una persona con ropas precarias dándole un valor desmesurado y pasional a su pedazo de pan que guarda con celos, un hombre con traje esperando que se vea casual cuando se agache para tomar un poco de cocaína. La señora del asiento de atrás, mientras desabrocha a su niño de su seno, me pregunta cuánto falta para llegar a la última estación. No le supe responder. Creo que se ofendió un poco, de hecho.

La última estación… depende la última de qué, para quién, de qué momento hablemos. Mi última estación es siempre en la que el tren deja de funcionar. Sólo esa me interesa. Porque termine donde termine, yo bajaré allí, sin saber cuál sea. No es un pecado no tener un propósito, un fin, un objetivo, un pensamiento acabado de qué mierda voy a hacer cuando me baje del tren. No la culpo a la señora. Ya desde el momento de ver su cabello, supe que no podía pretender de ella ninguna pregunta de buen gusto, ni una idea general de cómo puede ser la vida del resto, del otro, la mía. Está bien, ella debió esperar una respuesta como “Oh, sí, la última estación es…”. Hm. Está bien, ella esperaba que yo me hubiera tomado ese tren, porque yo sabía el camino del mismo. Qué fácil. Qué básico.

Volvió  a preguntarme si al menos sabía por dónde estábamos. ¿Y si la abrazo? ¿Y si le lloro? ¿Y si le digo que solo quiero viajar, llorar, y leer? ¿Y si le digo que nada es tan terrible? ¿Y si le digo que todo es un viaje? ¿Si le digo que girando el cuello, giran las realidades, que mutan, que se transforman, que cambian, que te sumergen? ¿Y si le pido, y si le pido que me gire el cuello? ¿Si le pido que me gire el cuello abrazándome, abrazándome y diciéndome ella misma dónde estoy? Que le pregunte a otro. Que lo haga, y que vuelva. Que vuelva y me abrace. Que luego me gire el cuello…


El niño, su niño, se desprende de su seno una vez más. Se acurruca en sus pechos. Ella lo abraza, y acuna. Sólo me devolvió una pequeña sonrisa. Casi creo en su empatía, y todo. Pero volvió a su lugar, a mirar por su ventanilla. Ella no puede ni girar su propio cuello.

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