jueves, 5 de septiembre de 2013

Soledad

Y las casas altas rodean las libertades de unos pocos transeúntes. Me incluyo en ellos. En los transeúntes, claramente. He querido ser una casa alta, pero la oligarquía me dijo que olía un poco mal. Aún entre los de mi grupo me siento extraño, porque yo camino con los pies cruzados. Me sale así. Qué voy a hacer. 

Me meto en negocios de libros, en esos que dicen “tres libros por quince pesos”. Los miro. Los miro como siempre, sabiendo que sólo encontraré una cierta variedad de tomos del National Geographic, o libros de la infancia de algún buen señor.

¿Y si ponen negocios de pesca? No me interesan, pero yo entraría por el simple hecho de parecer que busco algo. Me gusta entrar a un negocio y preguntar por algo que no voy a usar. “Buen día, ¿tiene una caña de cinco milímetros?”, sería maravilloso, aún cuando estoy en contra de la pesca. La gente ya no valora los pequeños detalles, los rituales, como el de entrar a un comercio y preguntar por algo.

Sigo mi rumbo, luego de mis miradas furtivas por libros inútiles, y pensamientos aún menos constructivos. Por las calles del centro uno siente que todo está bien, que todo es posible. La soledad empieza en cuanto uno abre la puerta de su casa. En el primer instante en que uno gira la llave. Ese sentimiento de angustia mezclado con recuerdos añejos de un pasado triste. Se desvanece o se acentúa a los primeros sorbos de un té que uno compró porque pensó que sería bueno para la memoria, o para bajar de peso. Esos té de marcas conocidas por veganos o por gente adicta a las herboristerías. Los que están hechos de ginseng parecen bastante bonitos. Sus cajas son verdes, y con siglas coreanas que la rodean por todas partes. Me los compro pensando que después de beber un poco, sentiré que el mundo se aliviana a mis espaldas, que todos esos sentimientos que se producen al girar la llave se van a atenuar, como una tempera mojada con agua. No sucede, y me pongo a llorar. ¿Pero qué importa? Beber el té con unas lágrimas en los ojos sólo le agregan al cuadro un poco de emoción, y ese glamour que qué-sé-yo de las películas. Aquellas que uno ve un domingo a la noche, con frazada, chocolates, y falsas expectativas de una buena velada solitaria y vespertina. Me duermo haciendo eso.

Despierto en un mundo donde el ciclo vuelve a fundirse en un mismo punto. El viaje al centro en tranvía, el cigarro que prendí al salir de la estación, el libro que hojeo siempre en la misma biblioteca callejera, y los negocios… los negocios que guarden dentro de sí, con una mirada muy íntima hacia mí, todos esos rituales de preguntas, y miradas desafortunadas a ofertas vacías.

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